Allí estaba, en mitad del escenario. Con una malla enteriza marrón que apenas se ajustaba a un cuerpo descompuesto y una respiración entrecortada que presagiaba un corazón a mil revoluciones por minuto. Era mi primer papel. Sin texto. Una piedra. Tal cual, una piedra. Esa era yo y estaba allí, agazapada, esperando a que se descorriera un telón de terciopelo rojo empolvado por varios lustros de suciedad acumulada. Y el corazón hacía pum pum, pum pum. Muy fuerte, mucho. Y muy rápido. En un lateral, el chaval protagonista se atusaba sin juicio el pelo una y otra vez y ella, la prota, que además era la delegada de clase y sabía más inglés que nadie, se soplaba la punta de los dedos para aliviar el dolor de unas uñas mutiladas por la espera mientras la directora presentaba la obra por la megafonía del cole. El patio de butacas estaba lleno y estoy segura de que mi madre ya estaba haciendo sonar sus nudillos y girando compulsivamente las muñecas en el sentido de las agujas del reloj para entonar su dedo índice presto a descargar todas las balas que le concedía un carrete ISO 200 recién comprado en la tienda del tío Manuel. Siempre hacía –y hace- lo mismo antes de acudir a cualquier evento digno de inmortalizar con su peculiar estilo fotográfico. Y olía mucho a laca. Eso lo recuerdo muy bien porque me daba un poco de alergia. Sí, olía demasiado a laca, pero de la buena, no se crean. Y yo seguía allí, en mi marca (vamos, donde me habían dicho que me quedara). Más o menos en la calle –aunque yo no sabía que se llamaba así- del fondo, y casi tocando la última de las patas –tampoco sabía que se llamaban así- de la derecha. Y se abrió el telón. Y dejó de oler a laca, y se me fueron las ganas de ir al baño y no me moví nada. Parecía una piedra de verdad, lo juro. Incluso la mancha verde que tenía en las mallas parecía musgo auténtico. Yo lo veía así, bueno, no lo veía porque tenía los ojos cerrados porque me parecía que las piedras tenían que tener los ojos cerrados y yo quería ser la mejor piedra del mundo. O, al menos, del colegio. O sea, que me pasé todo el rato con los ojos cerrados. Y fueron cinco minutos de escena. Cinco minutos que a mis frágiles rodillas se les debieron hacer eternos viendo los moratones que me salieron después, pero que a mí se pasaron volando. Como los minutos que transcurren desde que las madres te despiertan la primera vez a voces hasta que se ven obligadas a ir a la habitación para que salgas de la cama. Pues más o menos igual. Trescientos segundos eternamente felices que -perdonad la cursilería- me cambiaron la vida. Y ahí sigo, como la primera vez. No me refiero a lo de la piedra, claro, que otras veces he sido princesa y cortesana y pirata y lavandera y heroína y enamorada y castigadora y tuerta y manca. Y después sí que he dicho frases, muchas. No, me refiero a las sensaciones. Me refiero al hormigueo en el estómago; a las pulsaciones aceleradas; a pensar invariablemente ‘¿para qué me he metido en esto?’ justo antes de salir a escena; a la felicidad que se siente cuando se oye al público reír o llorar y cuando terminas y te aplauden y todo eso. A sentir que la gente está respirando conmigo, riéndose conmigo, sufriendo conmigo, sintiendo conmigo y yo a la vez prestando mi cuerpo y mi voz y mis entrañas a otros seres que adquieren de repente toda la entidad del mundo en el mismo momento en que se apagan las luces y se sube el telón. El ‘momento presente’, que dicen los entendidos. Eso engancha: quien lo probó, lo sabe. Ahora tengo la suerte de ganarme la vida viviendo ‘momentos presentes’ y de vivir la vida jugando a un juego tan divertido como serio, tan caótico como controlado, tan libre como disciplinado, tan actual como arcaico. Un juego con el que construir aquellos ‘castillos en el aire a pleno sol con nueves de algodón’ que soñaba cantando Alberto Cortez. Un lujo. Sí, eso es para mí el teatro, un maravilloso lujo.